Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

viernes, 30 de octubre de 2015

En la tierra de Nod, de Pedro Juan Gomila Martorell (Reseña nº 751)

Pedro Juan Gomila Martorell
En la tierra de Nod
Editorial La Lucerna, septiembre 2015

Son malos tiempos para la poesía, en efecto. Ya empiezo a creérmelo cuando veo (no llego a leerlos) tantos libros de "poesías", donde los autores y autoras -encomiable su esfuerzo, todo hay que decirlo- creen que un poema es ir escribiendo frases partidas por la mitad.

Son malos tiempos para la poesía, en efecto. Y empiezo a creérmelo cuando leo poesía de la experiencia, convertida en nada, vacía, o, como escribe el autor del prólogo de la obra que nos ocupa: la llamada poesía de la experiencia comienza a convertirse ya en una prosaica banalidad.

Sí, ya son malos tiempos para la poesía. Por eso, la aparición de un poeta como Pedro Juan Gomila Martorell es todo regalo, y su poesía, una isla de coherencia donde poder asirnos de nuestro naufragio poético actual.

No es fácil leer a Pedro Juan, no. Y si no lo fue ya en el primer libro de esta trilogía que ha titulado Eidolon (Arcadia desolada), en el que nos ocupa se ha hecho más fuerte en sus convicciones poéticas, en su discurso interior, en el monólogo de él con él (encuentro de ambos yoes, o diálogo-monólogo, como apunta el ya citado autor del prólogo, Fernando Parra).

El poeta es un hombre que sabe de lo que escribe, que entre las líneas de sus versos podemos comprobar su conocimiento de la literatura actual y pasada, que formula, o reformula, las referencias filosóficas de nuestra cultura y que ve la religión desde la doble perspectiva de quien es y de quien pretendieron que fuera. En éste doble sentido, filosofía y religión, escribe al límite, nos enfrentará con el poema, no nos dejará respiro, mientras vamos avanzando en su lucha entre los dos yoes: instinto y negación.

Estamos ante un poemario potente. Ante una obra poética coherente.

Francisco Javier Illán Vivas

jueves, 29 de octubre de 2015

Cola de la rambla

Final de curso en lejano meandro
plasmas el cuadro de "Cola en la Rambla";
atalaya de piedra, la luz tiembla,
panorama desde el barco de Leandro.

Amanecen tempranas mariposas
goteando colorido y endulzando
fruto en el "Salgar" criando y cultivando,
junto a nidos de amor, fieles esposas.

Con tus cañas veraniegas y esbeltas
refugio de desnudos y verguenzas,
escondrijos, de relación, secretos.

Sólo signo y belleza en el anciano
el saber que canta su corazón,
y el sabio proceder, tender su mano.


Ángel Jiménez Meseguer, Molina de Segura, 1931. En 1945 ingresó en el colegio Seráfico de los Franciscanos (Cehegín), donde estudió humanidades. En 1953 concluyó filosofía y realizó dos cursos de teología. Maestro nacional, octuvo posteriormente la diplomatura en letras (1967). En la actualidad da clases de castellano a inmigrantes que habitan en Molina de Segura. En 2013 se le concedió el "Corazón solidario".

martes, 27 de octubre de 2015

Presentación del XVI anuario de la Revista Literaria Baquiana

EDICIONES BAQUIANA, LA REVISTA LITERARIA BAQUIANA Y EL CENTRO CULTURAL ESPAÑOL DE COOPERACIÓN IBEROAMERICANA EN MIAMI TIENEN EL PLACER DE INVITARLOS EL VIERNES, 30 DE OCTUBRE DE 2015, A LAS 7:00 PM, A LA PRESENTACIÓN DEL

lunes, 26 de octubre de 2015

Chito


Algunas veces, el corazón, en contraposición con la razón, te lleva a lugares a los que sólo hubieses decidido ir en el más aciago de tus días. 

La razón, de las muchas veces sinrazón, hace que salgas del lugar con el corazón pleno, henchido de ternura, de una extraña sensación, con ganas de dar gracias a no sabes quién por haberte llevado hasta allí, por haberte permitido aprender que hay otras gentes, otras formas de vivir. De que lo espiritual, no tiene necesariamente que ser compañero de viaje de lo material, de que la sabiduría y la humildad la mayoría de las veces van de la mano.               

En este mundo, en el que la naturaleza pone todo su énfasis en reírse de las leyes de los grandes hombres, de aquellos que siempre creen tener toda la razón. Aún no sé por qué regla, todavía no he aprendido a definirla, me da la vaga sensación de que ésta, la naturaleza trata por todos los medios de aliarse con la humildad, con la pobreza, con los de más baja condición para darles a los todopoderosos una lección de grandeza. Para hacerles ver que el aura del alma, es más sublime que la del oro.

Esta ley no pueden cambiarla los hombres, porque procede de las lejanas estrellas, es la vieja sabiduría natural de los antepasados, de la vida en toda su plenitud.

      

Hacía frío aquella tarde del final de un otoño que se resistía a marcharse. La incipiente primavera, aún no había decidido regalarle al campo su manto nuevo, daba la sensación de que no iba a terminar nunca de desperezarse.

El tenue calorcito que desprendía la tierra, le ganaba lentamente terreno a la humedad, y esto, ayudaba a levantar una neblina de escalonados jirones que hacían de los jardines de los Campos Elíseos, un lugar que invitaba a divagar al cuerpo y la mente, creando un espacio propicio para el misterio.

       

Aquella era una de esas tardes, en las que me dejaba llevar empujado por la melancolía, libre albedrío para que me inunde, no lucho porque me posea, porque me aleje de la compañía de alguien, y por ende; busco, ansío la soledad, en soledad.

Y dejándome invadir por este sinuoso, callado y dulce enemigo, ya viejo conocido de tantos momentos de privacidad buscada, elegí al azar, al menos eso pensé, un paseo por la margen derecha del humeante debido a la niebla en esa época del año, Sena. Río que besa y mima con el amor de una madre, en un delicado abrazo, a París.

No sabía, aunque lo intuí, que fue el azar el que me eligió para este encuentro. Como la inmensa mayoría de las veces, dispuesto a dar, pero también con la esperanza de recibir; una mano en el corazón, la otra en el bolsillo. Ese, es el símbolo de los que pertenecemos a este club, que por desgracia aún cuenta con tan pocos afiliados. Los que militamos en él, no dudamos en colgar cada día, una jaula de jilgueros en nuestro corazón.       

         

Empecé a andar siguiendo el rumbo de los últimos gansos que emigraban al sur, el sol parecía ocultarse con pereza, como resistiéndose a dejarse ganar por la oscuridad, pero esta, se adueñaba poco a poco de las mansas y monótonas aguas del afortunado río, en complicidad con las luces multicolores de neón que dibujaban fantasías jugando con ellas.

Apenas me di cuenta  abstraído en mis pensamientos sobre el turbulento pasado de la ciudad de Paris, nacida de una aldea de pescadores, los Parisii, instalados en la mayor isla del Sena, Lutecia. Sublevados contra romanos, bárbaros, Hunos, etc de donde estaba, ni de que el astro rey se despidió de mí con su última y cálida sonrisa dejándose resbalar dulcemente por detrás de la torre Eiffel.

             

Si, la sonrisa más bonita del sol, es al caer la tarde, es la que en algunas ocasiones me ha hecho llorar con sólo mirarla, a veces sucede, pasa cuando el corazón está inundado de belleza.

      

La umbría de un puente sobre el río, sólo alumbrado por una impenitente fila de luces de coches encima de él, me incitaba a dar la vuelta, el poderoso amo y señor de la luz se había llevado con el egoístamente, la tibieza de unas horas antes, cediéndole el poder a la fría luz de la luna de finales de Otoño.

Río abajo, absorto en viejas historias de fantasmas y guillotinas que dejaban volar la imaginación en las sombras que jugaban sobre los árboles del Bulevar de Enrique IV, a la sombra de la Bastilla, no me percaté del inexorable paso del tiempo que me trajo como compañera a la penumbra que precede a la oscuridad.



¡Oh los viejos puentes del Sena a su paso por Paris! Testigos mudos, de quien sabe cuántas historias de amor y de guerras acaecidas encima, en derredor y debajo de ellos.

Volví sobre mis pasos, lo hice con lentitud, sintiéndome decepcionado por haberme dejado sorprender por la sibilina y eterna dama de la noche. Cuando fui consciente de que estaba sólo me apresuré a desandar lo andado.



Fue al pasar por una zona más apartada, más marginada por la luz de las antiguas farolas semejantes a gárgolas de hierro fundido o de piedra tallada desgastadas por el paso de los años, cuando escuché como en un susurro, unas palabras de reproche quizás. Agudicé el oído, más por la curiosidad que por el lugar de donde provenían, debajo de uno de los viejos puentes de piedra. Contuve la respiración y esperé unos segundos intentando adaptar  mis ojos a la oscuridad, escuchando a la noche.

¡Y por fin! Mis sentidos no me habían jugado una mala pasada, eran voces, débiles, pero voces; volví a escucharlas, pausadas. ¿Quién podría estar hablando allí y a estas horas? ¿Algún loco vagabundo contándole sus cuitas a algún árbol centenario de los que pueblan la Ile de la Cité, mudo testigo de su delirio?

¡Marcharme!... ¿Para qué? Podía pasarme el resto de la noche intentado inventar, en las paredes, en las ventanas de madera barnizada de la habitación de mi hotelito de Montmatre donde me hospedaba aquel largo fin de semana, quien era el dueño de esa voz,  me  conocía demasiado a mí mismo y decidí averiguarlo “in situ”.

         

Es halagador superarte, vencerte día a día, saber que  puedes controlar los instintos que llevas programados en tus genes, que eres más fuerte que ellos; descargas adrenalina y eso te hace sentir bien. Seguía acercándome, despacio, intentaba no hacer ruido o como poco el menos posible, podía incluso encontrarme con una navaja en la garganta y este pensamiento me provocaba el infravalorarme, tratarme de loco metomentodo.



Les vi desde la protección que me ofrecía la oscuridad cómplice, al tenue resplandor de un ocasional fuego cercado por tres piedras improvisando un soporte, sobre el cual, estaba colocada una humeante lata de medianas dimensiones a modo de olla. Uno frente al otro, sentados sobre sendas cajas de plástico de un color incierto, definido en otros tiempos. Había dos hombres, uno de mediana edad, el otro más anciano por el aspecto de su blanca y descuidada barba, los dos apáticos, desaliñados en su aspecto de ropa y aseo. Fue todo lo que me permitió ver la prestada luz del fuego. ¡Vagabundos sin duda alguna! Fue el resultado de mi primera valoración indiscutible.

Satisfecha mi curiosidad y sin querer profanar su aparente paz, decidí abandonar el lugar con el mismo sigilo que lo había abordado, ¡vano intento!, No había retrocedido dos pasos cuando una voz a mis espaldas preguntó

  

-¿Quién eres, qué quieres? Acércate, no creo que los que construyeron este tejado se incomoden si te sientas un momento con nosotros.



Me quedé helado, ¿cómo habrían podido verme? o más que verme, intuyeron, sintieron mi presencia, ellos acostumbrados a la soledad, al silencio, dilatan sus sentidos como los gatos que pueblan los tejados dilatan sus pupilas en la oscuridad de la noche. Sin recelo, quizás por la calidez y calma de su voz, me acerqué. Se levantaron ofreciéndome sentarme con ellos en un tocón de madera, como lo hubiese hecho un lord inglés con un estudiado gesto, ofreciéndome un lugar junto al fuego de una noble chimenea en un majestuoso sillón de piel, junto con una olorosa copa de coñac francés. Nos miramos, pausados, lentos, estudiando cada gesto, cada movimiento que la mortecina llama del fuego convertía en caprichosas sombras, como si los viejos fantasmas del Notre Dame, curiosos por nuestra muda tertulia de lánguidas miradas, fuesen los ausentes forjadores de largos silencios.

El más anciano, sacó de su roída chaqueta lo que restaba de lo que debió ser un glorioso puro, y con la misma ceremonia que un samurai tomaría su último té, lo encendió acercando una brasa hacía el, después de unas breves pero intensas chupadas apareció el esperado triunfo del humo. El otro clochard, no me había equivocado en mi primera apreciación, eran mendigos de los cientos que viven por llamarlo de alguna manera bajo los puentes del Sena hizo el ademán de abanicarse la cara con la mano en un intento de apartar el oloroso vaho  del humo que llegaba hasta él.

Me miraban en silencio, esperaban mi elocuente versión por la intrusión en sus “dominios”, supuse.

 

-Por tu acento no eres francés, sin lugar a dudas, dijo después de haber escuchado mi escueta explicación, sin apartar ni un momento sus ojos de mi cara.

-No..., no lo soy, español... Soy español.

    

No le importó que hacía en París, no preguntó nada, sólo se levantó y con el extremo de una descolorida bufanda que colgaba de su cuello, por la apariencia más vieja que él, sujetó el bote por el borde circular y con cuidado de no quemarse lo apartó del fuego, lentamente vació el agua hirviendo creando una pequeña nube con el vapor que huía de él y de nuevo se sentó con la improvisada y negra olla, poniéndola entre sus rodillas.

Me asomé con discreción, había tres o cuatro patatas en su interior por lo que pude apreciar, le vi tomar la más grande y pasándosela de una mano a otra, supuse que para enfriarla, o quizás para no quemarse  las puntas de los dedos que asomaban aletargadas y sucias por entre unos guantes de algo parecido a la lana, me la ofreció con una sonrisa que para mí no perdió su brillo, a pesar de tener detrás unos escasos y rotos dientes. ¡Dios, que contraste! ¡¡Me estaba ofreciendo su cena!! Me vinieron a la memoria, los biombos de los grandes restaurantes para que nadie moleste mientras cenan los poderosos de turno. Por favor, que nadie me pregunte lo que sentí en aquel momento, para algunas cosas aún no se han inventado las palabras.

Tomé lo que me ofrecía, sí, lo tomé y puedo jurar por lo más sagrado, que fue la más sabrosa patata que he probado en mi vida.

Después de ofrecer otra patata a su compañero y reservar otra para él, se levantó de la caja que le servía de asiento y arrojó la que quedaba en el bote, al río.



Compartida la  frugal cena, hablamos y hablamos, allí no  había fronteras, ni ideologías, ni pobres, ni ricos..., sólo había tres hombres hablando de sus cosas, a veces riéndose de la vida a veces de la muerte, sin reproches, sin mentiras.

       Quise saber sus nombres y pregunté:



-Qué más da uno u otro cuando los puedes tener todos ¿tienen nombres las flores, y las nubes, y los peces, tienen nombre las piedras? ¡Llámanos clochard!  Se miraron con aprobación

-¿Habréis tenido un nombre…, alguna vez?

-Supongo, si…, alguna vez, como Chito, si…



Añadió algo de leña al fuego, le miré, yo esperaba su relato ansioso y él lo sabía.



-…Llegó una noche, como tú, se acercó hasta allí, señaló a unos cinco o seis metros con el dedo y se quedó quieto, mirando; estaba mojado, temblaba y tenía hambre. Llevaba la patita de delante…, la derecha, rota. Lo llamamos y vino arrastrando su barriguita con miedo hasta aquí, él lo secó con mi vieja bufanda, dijo señalando a su compañero le pusimos una rama atada a la pata, la tenía muy mal, destrozada; creo que lo atropelló un coche, si…, se la tuvimos que cortar, cuando se curó, él  dijo volviendo a dirigirse al más joven le hizo una  patita de madera y con un aparejo de cuero se la acoplamos al cuerpo, pronto se acostumbró a andar con ella. Lo conocimos de cachorro, cuando llegó sólo tendría dos o tres meses, alguien lo abandonó, o se perdió, desde entonces ni un solo minuto se separó de nosotros, ¡jamás! acentuó para hacerlo más creíble. Dormía entre mis piernas, nunca se fue cuando no había comida, cuando hablábamos, él escuchaba, si reíamos, reía y si llorábamos, él lloraba. Si, no éramos dos hombres y un perro, éramos tres amigos, tres buenos amigos.



Aquel puente de ojos se me estaba quedando pequeño, necesitaba más espacio para esconder mi corazón, porque el alma se expande, se va, vuela; pero el corazón se queda, y como hacer oídos sordos a sus latidos que te hablan cuando quieres escucharlos.



-¿Porqué Chito? pregunté curioso.

Una media sonrisa sin color, se dibujó debajo de su barba con una mal disimulada tristeza.

-Jamás se quejó cuando le cortamos la pata, él sabía que tenía que ser así, nunca protestó por nada, no ladraba para no molestar al viento, ponía los ojitos pequeños cuando presentía nuestra tristeza, jugaba, saltaba, nos miraba y nosotros entendíamos lo que nos decía, “vosotros me tenéis a mí y yo os tengo a vosotros, ¿qué pasa, eh? Estamos juntos, no”.

-¿Decía eso?

-Sí… decía eso.                                            

-Y… ¿Dónde está Chito?

Los dos bajaron la cabeza y después de unos segundos de tenso silencio, el viejo miró hacia el estrellado cielo.

 -¡Se fue!

 -¿Se fue? Pregunté con extrañeza-.

-Sí, se fue, a él refiriéndose de nuevo a su parco compañero se le cayó mi bufanda al río, fue el viento, y Chito saltó a por ella. Fue, el invierno más frío de los últimos años, no…, no pudimos sacarlo del agua, se hundió. Hasta el último momento nos estuvo mirando. Chito no quería que su amigo perdiera la bufanda, murió por mí bufanda…, por esta bufanda dijo mostrándomela, la misma que le había servido para apartar el bote del fuego, entendí que aquel hombre moriría sin separarse de aquella vieja y roída prenda pero sé que hay un cielo y un dios para los perros continuó sé que Chito no está sólo. ¡Mira!, ves esa zona de estrellas, las que están más juntas.

-Si -contesté mirando hacia arriba-.

-¿Sabes qué son? no me dio tiempo a contestar a su pregunta ese es el jardín de Chito, y las estrellas son los agujeros que hace al andar con su patita de palo, los hace para que sepamos que él está ahí todas las noches con nosotros.

Se me estaba quedando pequeño el cielo de Paris; necesitaba aire, espacio abierto, necesitaba respirar en profundidad. Cuanta sabiduría, cuanta ingenuidad, cuanta ternura, cuanta humildad, cuanto calor es capaz de vivir debajo de un puente en pleno invierno.

Castillos, palacios, mansiones frías y vacías, caretas de hipocresía. No sé cuantas cosas acudieron en tropel a mi mente en tan solo unos segundos, quizás para contrarrestar la caída de las inminentes lágrimas al ver tanta grandeza en un espacio tan pequeño.

Me despedí de ellos en un respetuoso silencio, tan solo un emotivo apretón de manos habló por los tres. Les dejé allí con su Chito, con sus sueños; sin que me pidieran nada a cambio del tesoro de su amistad.

Hoy después de algunos años no he podido olvidar a los clochard, ni a Chito, ni tampoco el sabor de aquella patata hervida, fue..., sin lugar a ninguna duda, una de mis mejores cenas. Sólo después de algún tiempo pude comprender por qué siempre tiraban una patata al río. Ahora lo sé, era para Chito.  

          


Joaquín Marías Corbalán Corbalán

domingo, 25 de octubre de 2015

Matar a quienes manejan la economía, de VV.AA. (Reseña nº 750)

Javier Hernández Velázquez, José Luis Ordoñez, Elena Marqués, Francisco J. Segovia Ramos, Fernando Veglia, Pedro de Paz, Gustavo Valcárcel Carrol, Julio G. Castillo, Julio Fernández Peláez, Pako Santos, Pablo Vázquez Pérez, David J. Skiner, Jesús Yébenes, Pedro Amorós, Juan Guerrero Sánchez, Olga Mínguez, Carmelo Anaya, Guillermo Orsí, Marta Gómez Garrido, Daniel Aragonés, Pedro Diego Gil López, Miguel Ángel de Rus y Francisco Javier Illán Vivas.
Antología del relato negro V: Matar a quienes manejan la economía.
Ediciones Irreverentes, octubre 2015

Hay pocos editores -que yo conozca- tan activos como Miguel Ángel de Rus, el alma mater de Ediciones Irreverentes y de M.A.R. Editor. Hace ya un lustro que creó la colección Antología del relato negro, donde han venido participando prestigiosas firmas literarias y autores y autoras que se van abriendo camino en el mundo de la literatura. Un mundo árido, escabroso, donde viven tan elevados egos y donde las puñaladas son asestadas con sonrisa beatífica.

Pero él, y ellos y ellas- los autores- siguen persistiendo en su empeño de abrirse paso con la pluma, y yo, más lector que escritor, más tiempo desde la barrera que en el ruedo, observo estas señales y leía con placer cada nueva entrega de la colección, hasta que me decidí participar. Sabía de la dificultad de que mi relato fuese escogido entre todos los que llegan a la editorial en cada convocatoria, pero era un riesgo que debía asumir.

El tema que propuso el editor el pasado año era interesantísimo: matar a quienes manejan la economía. No se trataba de descubrir al asesino, no. Se trataba de recrear la muerte literaria de los más poderosos del planeta, de aquellos "Kim jong un" alemanes, españoles, americanos, franceses..., que dirigen este mundo de corrupción generalizada. Y todo con el ánimo de disfrutar del reto, o, como escribe el editor en el prólogo: con ánimus jocandi, y sin el más mínimo ánimus iniuriandi, animus doli o animus abutendi

Nadie pretende que se mate a nadie, aunque pueda parecer que ellos, los "Kim jong un" les importe un rábano que mueran muchos de la chusma pagadora de impuestos (así nos deben considerar), pero el lector va a encontrar diferentes fórmulas de esta jocosa muerte literaria de los mas poderosos.

Bien sea en recetas culinarias, en cenas de un nivel que nadie podría soñar, con manjares tan vírgenes, ganando un concurso para viajar al Caribe con todos los gastos pagados, con el más dulce de los vinos, en una representación teatral... o, ¿por qué no?, en un concierto privado.

Y un detalle que me parece digno de destacar en esta convocatoria, y en los relatos seleccionados para aparecer en ella: varias firmas murcianas entre los veintitrés autores. Si en anteriores convocatorias ya habían destacado la presencia de autores murcianos, en la actual se confirma su relevancia.

Por eso te aconsejo, desconocido lector, acercarte a este volumen, y disfrutar ante la muerte literaria de quienes manejan la economía. ¡¡¡No queda bicho con cabeza!!!

Francisco Javier Illán Vivas

jueves, 22 de octubre de 2015

Mis treinta años

Me asomo al tiempo de mi vida
desde la cuna hasta el presente;
no me atrevo a saludar mi suerte
porque más que admirarme me horripila.

Haber conservado una luz me admira
frente al oscuro golpe de la suerte
si así se puede nombrar el insistente
que desde el nacer penas no escatima.

Treinta años conozco esta tierra,
otros tantos años que solo gimiendo duermo
y es que a cada paso la desgracia se me aferra.

Pero es nada mi inútil tormento
frente a la pena que un día,
oh Dios, devengará al pegador sinfin tormento.



miércoles, 21 de octubre de 2015

Único como París



Imposible  hablar de ti sin que los recuerdos me lastimen. Duele evocar cuando juntos, las palabras se diluían en  caricias deslizadas entre los dedos ávidos.

Después, nos fundíamos en el abrazo confuso.

Triste hablar de tu sobresalto y mi asombro. Temerosos que la realidad nos arrebatase el anhelo obligándonos a volver cada uno a lo suyo.

En el desasosiego me escurría por el borde la sábana, como quien está agazapado frente a un abismo.

Yo  iba a bajar… estaba dispuesto a descender hasta lo más profundo  sin importarme nada.

Recorro con la mirada el cuarto que tantas veces nos albergó. El mismo que aún guarda nuestra esencia. Está cambiado, yo también. Tal vez  preguntes que pasó…dudo que lo preguntes… después de todos estos años.

Tu ternura me distanció y mi pasión no nos unió.  No fue el tiempo en el que transcurrimos, sino la intensidad de lo que vivimos que me trajo hasta aquí.

Ni tu mezquindad ni mis celos prevalecieron en esta historia anónima que mantuvimos sin secretos y en la que nos herimos tanto. Nos conocimos a destiempo y solo nos causamos contratiempos.

Muchas veces te odié. Por momentos quise destruirte al verte entera y distante. Tan dueña de tu vida sin pensar en la mía. Hundiéndome en el desamparo. Pero es inútil…ya no estás aquí…apenas el fantasma de lo que fuiste se aproxima a mí sonriente.

Recorre por última vez la habitación con la mirada. Cierra la puerta, dobla el papel con la carta y la guarda en el bolsillo del gabán.

Al salir a la calle el viento frio lo sacude.  Se siente absurdo. Venir a París para reprochar una relación que apenas existió en su mente.

Nadie tuvo la culpa, menos aún esa chiquilina que vivía embrollada en su mundo donde lo transformó en un experimento sin más ni más.

Se pregunta qué es lo que mantiene vivo el recuerdo de alguien que fue para con él infantil y egoísta.

La respuesta está en el exacto vértice donde los sentimientos ambiguos emergen y se unen para asentir  que uno también ama aquello que tanto odia.  Basta dar rienda suelta a un amor único como París.



Nora Ibarra
Dibujo: Andrés Carlos López 

lunes, 19 de octubre de 2015

ParíZ

Era ya tarde cuando París se llenó de zombis.

Recuerdo que también era verano, pero aún así nevaba, y todos ellos, con la mirada de bolsa de plástico, vomitaban por las calles. La nieve les venía siguiendo a cada uno como un foco al actor. No hablaban. No sabíamos si pensaban en algo; de hacerlo, sería de forma diferente a la de los demás.

Yo sólo estaba de paso, algo temporal. Fumaba en mi balcón, y uno de ellos, cerca de las doce, resbaló cayendo al Sena, cerca de Notre Dame. Se quedó allí, flotando boca abajo, tratando de caminar al fondo repleto de líquenes, durante cuatro días, hasta que los gendarmes consiguieron sacarlo con unos lazos rematados en soga de los que se emplean para sujetar a los perros condenados y a los presos agresivos.

Pero ni éste, ni ningún otro, atacaba jamás a nadie. Eran como judíos en vagones de tren, bueyes cabizbajos camino al matadero. El frío les impuso su orden y con eso les bastaba. Tenían que inundar París de nieve y desesperanza, sin causar más estragos que aquellos de su propia torpeza. Todos llevaban un banderín con nombres de flores, de animales pequeños, de cócteles servidos durante la época de ley seca.

Nadie hacía nada y París ya era suyo. Suyos los Campos Elíseos, el vértigo en la cima de la Torre Eiffel; se montaban en los carricoches de EuroDisneyTM, compraban palomitas en la ópera, vaciaban sus bolsillos frente a la Biblioteca Nacional, encendían pitillos con los cirios de Los Inválidos y se empeñaban en visitar cada uno de los cafés sin tomar siquiera un café.

Allá donde se acercaban todo quedaba regado, resbaladizo y sucio, sudoroso de pies llenos de ampollas de zapatos nuevos, comprados por familiares tristes para que envejezcan dentro de un ataúd.

Cuando se colaron en el congreso no hubo marcha atrás. Las autoridades, indignadas, decidieron que ya había nevado suficiente, levantaron la veda: aprovechando la coincidencia de que uno se sentó en las catacumbas para leer el periódico, decretaron un pogromo contra todos ellos por perturbar a los difuntos. Los fueron prendiendo poco a poco. Los metían dentro del estadio olímpico. Apuntaban con lanzallamas.

Una mañana, muchos meses después, pero antes de que se levantara la cuarentena sobre París, paseaba por un callejón de Monmartre y me atrapó la nieve de improviso. Refugiado en un soportal vi pasar a uno de ellos, aferrado a un pequeño cuadro de pintor bohemio que representaba una mujer desnuda con un bebé en brazos. Me pareció que también llevaba un libro de Cortázar en el bolsillo del deshilachado chaquetón de lana gruesa.

No me dio tiempo a comprobarlo.

La brigada sanitaria contra la nieve lo atrapó en seguida, le cubrieron con gasolina, y lanzaron un cigarrillo sobre él. Tuve la sensación de ver morir a la última de las ballenas.

Juraría que lo vi llorar, pero yo no soy quién para opinar sobre estas cosas.

Desde entonces, ha vuelto a nevar en París, de tiempo en tiempo.

Pero jamás como durante aquel verano.

Fernando López Guisado