Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

martes, 28 de julio de 2015

París ya no es París


Miguel, además de no saber cucar el ojo derecho, se resiste al mito del splendeur de una Francia enseñoreada contra los pieds-noirs y los sans papiers. Este joven español de veinticuatro años, cuerpo delgado y un poco ácrata y poeta, no entiende a quienes se empatriotan desayunando tostadas con mantequilla o se les abre el culo con sólo escuchar el marchons, marchons de la Marsellesa. Y es que Miguel, cuando oye spagnol de merde, recuerda aquellos versos de León Felipe:

Nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.

Miguel llega París en los años setenta. Todavía entonces se podían ver por las calles del Barrio Latino pintadas como soyez realistes, demandez l'impossible de aquellos jóvenes indignados del Mayo del 68. Pero Miguel, como cualquier otro extranjero de más abajo de los Pirineos, o como un simple bougnoule venido del otro lado del Mediterráneo, en el medio rudimentario donde se mueve, y lejos de los círculos elitistas de la gauche divine, es considerado como un patois, mas que como un citoyen heredero de las proclamas (liberté, égalité, fraternité) de una revolución estereotipada y clasista.

Miguel, estudiante de Veterinaria allá en España, es expulsado de la universidad por esterilizar a la gata del alcalde en lugar de extirparle un quiste de la ingle. Además a este joven se le hacía irrespirable vivir acosado a todas horas por la secreta, adoctrinado por una moral hipócrita, engullido por una tradición ibérico-carpetovetónica o zarandeado por el orden establecido de un caos de abusos y despropósitos que le repateaban el estómago.

Miguel hacía tan sólo dos semanas que había salido de la cárcel de Carabanchel. Allí en España, al ir a comprar un cuarterón de tabaco para su abuelo, un campesino inválido de tanto faenar la tierra, la patrulla antidisturbios lo detiene sin más. Daba la casualidad que esa misma mañana los estudiantes se habían atrincherado en barricadas en las escalinatas de la Facultad de Letras en solidaridad con los albañiles que llevaban más de un mes en huelga. Los policías acordonan los alrededores de la Universidad. Cuatro grises como cuatro galgos con sus porras levantadas se lanzan de improviso sobre Miguel, lo estampan de mala manera contra la fachada del estanco. Allí mismo, con los pies espatarrados y las mano en alto de cara a la pared, lo cachean de arriba a bajo. Lo esposan, lo suben a una de las las lecheras junto con un puñado de estudiantes, todos apelotonados en el jeep. Luego: a la comisaría de

Sol, los careos, interrogatorios absurdos, amenazas, hostias y leches. Y tras las setenta y cinco horas reglamentarias en los calabozos... al talego. Este fortuito incidente —alteración del orden público—, le cuesta a Miguel siete meses y medio de cárcel sin tener arte ni parte en ninguna refriega o maquinación estudiantil.

Nada más salir de la trena, Miguel cae en un estado de somnolencia mental. Le avergüenza vivir en un país en el que un dictador acartonado mata a quien enamorado de una idea luce una rosa roja en el ojal de su camisa, empapela a quien aficionado a la poesía lleva en su mochila El rayo que no cesa, o encarcela a quien se disfraza de Napoleón con una capa tricolor sobre sus hombros la víspera de un miércoles de Ceniza. Una buena solución para este bajón de Miguel sería enrolarse en alguno de los muchos movimientos de resistencia contra el Régimen franquista que pululan por la piel de toro de su querido país dolido; pero el letargo de los meses en prisión le sangró el cerebro, los barrotes de la celda le quitaron las ganas de luchar por el derrocamiento de la dictadura, los gritos de dolor de los torturados en el carambú le ensordecieron la conciencia. Y decide que la indiferencia más absoluta será su compromiso político. Y lo que unos creerán que este comportamiento es huida y cobardía, para otros, incluido el propio Miguel, es el comienzo de un nuevo afrontamiento, otra aventura.

En una tierra en la que la cultura, los derechos políticos y sindicales son pisoteados por las botas de un viejo General en estado de guerra permanente, apoltronado en el Pardo de sus postrimerías interminables, la grandeur de la France es la salida; la Tour Eiffel, el faro de la cordura; Montmartre, la colina de las artes; los Champs-Elysees, el arco de la belleza; le Quartier Latin, el placer de la literatura; y el Bois de Boulogne, los jardines de la bonheur conquistada. Esta ciudad para la mayoría de jóvenes españoles de aquella época, inquietos y desafectos al Régimen de Franco, era la simbolización de las libertades cívicas e individuales. Miguel se echa la manta a la cabeza, no se lo piensa dos veces: y con una mano delante y otra atrás se sube en el primer tren con destino a la estación de Austerliz.

Nada más llegar a París, ayudado por los servicios de un centro de acogida de la rue la Pompe, Miguel encuentra trabajo sin contrato alguno, como peón de albañil a las órdenes de otro español, también exiliado, pero votante del Front National, el partido de extrema derecha recién fundado por Jean-Marie Le Pen. Le cuesta Dios y ayuda alquilar una chambre. Por fin encuentra una pequeña habitación en los altos de un viejo edificio, cerca de la estación Saint Lazare. El dinero que gana como briqueteur apenas le llega para comer, pagar la chambre, y además el transporte. Decide reducir gastos a costa de montarse en el bus sin billete. En el más de medio año que lleva en París sólo una vez le exigieron el tique. Saca cuentas. Le sale más barato pagar una multa cada cierto tiempo por no llevar su billete en regla, que tener que comprar uno cada día.

Basta que Miguel espante con el conjuro de su estratagema contable al revisor de la línea de autobuses, para que a la semana siguiente un inspector con bigote y gorra le pida el tique. En la siguiente parada bajan el Controlador y Miguel. Ya están los dos en la prefectura más cercana. El comisario le pregunta al joven:

Vos papiers s'il vous plait?

Miguel quisiera responder al prefecto con aquellos mismos versos del poeta: me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar; pero no es tan engreído como el policía sospecha. Miguel se calla. No dispone de ningún aval, ni contrato. Nada que pueda justificar su estancia en el País ejemplo de las Libertades. El comisario sentencia:

Los sentimos, muchacho, debe abandonar Francia. Usted es un gravamen para nuestra República. Si al menos acreditara que con sus ingresos contribuye al sostenimiento de nuestra hospitalario País. La ley lo dice muy claro: todo inmigrante sin recursos económicos será devuelto a su país de origen.

Esa misma tarde Miguel es conducido por un coche del Servicio de Vigilancia operativa de la policía nacional hasta la frontera de Portbou.

Y es que Miguel, además de no saber cucar el ojo derecho y ser un poco poeta, a partir de ahora cuenta con otro chasco más en su vida: París ya no es París, al menos, no lo que este joven esperaba.

Juan Serrano 

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